El regreso de Proserpina. La primavera que nos está esperando.
A veces, muchas veces, las cosas no son lo que parecen. Y aunque no lo creamos, y estos días lluviosos nos hayan hecho el favor de ocultarlo con una gris mentira piadosa, ya es primavera. Y la sangre no se altera, porque se nos heló hace unos días que parecen siglos. Por eso debemos agitarla con emociones, con belleza, con amor. Y ahí va mi segundo periplo imaginario, mi pequeña aportación, que en este caso tiene como fin descongelar estos corazones que, algo que me niego a nombrar, puso de repente en stand by. Y no he traído el fuego, sino el mármol. Pero el mármol más ardiente que jamás se puso ante mis ojos. El que derrite mi corazón y se derrama por mis sentidos con la misma fuerza cada vez que lo contemplo, cada vez que rememoro a Ovidio desentrañándome sus formas y, de paso, a mí misma. Porque solo hay algo que me emociona más que contemplar la belleza y adivinar sus historias, y es poder compartir y contar lo que me hacen sentir.
Es Bernini ese alquimista que convierte el mármol en fuego, y que con su pasión barroca conmueve aún hoy al corazón más duro. Y que en esta obra de juventud que nos va alterar la sangre, plasmó un episodio de la mitología que evoca esa estación que esperamos, y que no acaba de llegar.
El rapto de Proserpina no es precisamente una obra desconocida, y la historia que narra me la han oído contar mis alumnos y viajeros más de una vez. Pero es tan oportuna en estos días, y tan necesaria para entender cada uno de los detalles de esta brutal y emocionante escultura, que la he elegido, sin más. Así recuerdo lo que más echo de menos. Las miradas curiosas de los que he tenido delante tantas veces en la Gallería Borghese o en las aulas de Florida.
No he concebido este escrito como una lección sobre Bernini, ni sobre la escultura, ni siquiera sobre ese maravilloso lugar, “fuori Porta Pinciana”, que el cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa Sixto V, coleccionista y mecenas de grandes artistas, se hizo construir a principios del siglo XVII. Un paraíso que hay que visitar al menos una vez en la vida. Lo que quiero es hacer llegar la primavera cuanto antes, así que adentrémonos ya en la carne inmortal de los dioses que habitan ese paraíso, y que arde bajo el frío mármol por obra y gracia del artista. Un joven napolitano, hijo de escultor toscano, que se enfrenta con 23 años a la concepción de esta obra que formaba parte de un grupo de cuatro esculturas que el cardenal encargó para su villa. Nápoles, Toscana y Roma bullían en su sangre. Y he aquí el resultado.
A veces, muchas otras veces, me pregunto qué pasaría si en estos tiempos en los que todos nos creemos tan modernos, un cardenal encargara algo semejante para su jardín. Y no me refiero al dispendio, cosas peores hemos visto. Me refiero al apabullante erotismo que emana de esta lucha de contrarios condenados, no sé si a entenderse, pero es obvio que a unirse. Esa mano que se hunde, con una ternura que contrasta con la violencia de otros detalles en las carnes de la joven, parece ser el anuncio de algo más. Sí, es un rapto, y a la luz de nuestra mirada que, afortunadamente, tanto ha cambiado, empezamos mal. Todo mal. Pero estamos en el Barroco, un arte que explotó hasta la saciedad el efecto que producía en las miradas y en los sentidos esa morbosa síntesis de violencia y sensualidad. Según unos, Proserpina se rinde. Según otros, se enamora, que viene a ser lo mismo. Pero vayamos a por la historia que nos dejó Ovidio en el libro quinto de sus Metamorfosis.
Proserpina, Perséfone para los griegos, era la hija que Ceres, la diosa de las cosechas, había tenido con el gran Júpiter. Plutón, hermano de Júpiter y señor del inframundo, fue alcanzado por una maliciosa flecha de Cupido, y se enamoró de la bella Proserpina al verla jugar en las florestas de Sicilia. El dios subió a la tierra desde los abismos con su carro tirado por caballos negros, y se llevó a la joven al inframundo para hacerla su esposa. Pero antes de saber el final de la historia, volvamos al momento de máxima tensión que, no por casualidad, fue el elegido por Bernini para su escultura, y que explica el remolino de movimientos contrapuestos y de emociones encontradas que lanza al espectador. Plutón sube del abismo y trata de bajar con él a Proserpina. Ella parece ser descendida, pero asciende a la vez en su huida. El Cancerbero, con sus tres cabezas, anuncia el inframundo al que irremisiblemente, a pesar de la lucha aún latente, ambos, juntos, van a descender. Pasiones violentas que agitan los paños, que hacen latir el mármol, que sacan a las figuras de los límites del decoro. Un convulso desencuentro que el artista nos interpreta, a pesar de todo, y con todo, como el arrebato previo al encuentro.
La historia sigue más allá de esa instantánea en mármol que Bernini congela para descongelarnos y desarmarnos. Proserpina, desciende con Plutón para reinar junto a él en el inframundo. Ceres, que no llegó a tiempo de detener el rapto, llena de dolor y angustia, comienza a buscar a su hija desesperadamente. El sufrimiento acaba secando a la diosa de las cosechas. Todo lo que tocaban sus pies se convertía en desierto. La tierra se volvió estéril, mientras Ceres vagaba errante por ella en una búsqueda igual de infructuosa. Y el Olimpo, ante la amenaza de una catástrofe, decidió intervenir.Júpiter envía a Mercurio como mensajero de una difícil negociación, antes de que la tierra marchitase para siempre. Proserpina no podía regresar, pues había comido en el inframundo de la granada, símbolo de la fidelidad y de su unión eterna con Plutón. Pero si Ceres no recuperaba a su hija, la naturaleza, que ya languidecía con ella, no volvería jamás a florecer. Y llegó el pacto. Proserpina podría subir a la tierra y permanecer durante la mitad del año con su madre, y pasado este tiempo, regresaría al inframundo junto a su esposo.
Por eso, cada año, Ceres engalana la tierra para el acontecimiento que lleva seis meses esperando. Reverdecen los árboles, estallan los frutos y la tierra se adorna con flores para dar la bienvenida a Proserpina. Porque su regreso es nada menos que el regreso de la primavera. Y cuando la diosa tiene que dejarla marchar cada año, su pena va contagiando a la naturaleza y sus lágrimas llenan de lluvia la tierra.
Y este gran evento que Ceres, Proserpina, la tierra y sus habitantes esperan con ilusión año tras año, es el que trata con éxito de plasmar Luca Giordano en el lienzo que se conserva en el Museo Denon en Chalon-sur- Saône.
La escultura de Bernini contiene la tensión de un instante, tensión que estalla en el espectador sin necesidad de narración ni detalles explícitos. Y en el lienzo del pintor italiano, se narra, sin omisiones, el final feliz de la historia. El momento en el que todos los elementos de la naturaleza se conmueven renacidos y renovados por el encuentro entre madre e hija. Del mar surge embravecida la figura de Neptuno, con los hipocampos que tiran de su carro, las nereidas que parecen asustadas por la convulsión, y los tritones que anuncian el momento tan esperado. Plutón asciende del inframundo a lomos del Cancerbero, y con el mismo impulso, invisible pero evidente, asciende a la hermosa joven que trae la vida a la tierra, representada por los personajes que están entre las viñas con los atributos de Baco, y a los ríos, evocados por la barbada figura que porta una vasija que derrama las aguas al mar.
Dos personajes femeninos reciben a Proserpina. Ceres, su madre, ampulosa, gozosa, sensual y espléndida, vuelve a lucir la corona de espigas, el símbolo que la asocia con las cosechas, con la fertilidad de la tierra. El cereal de Ceres. Y detrás de su hombro desnudo, asoma una cabeza coronada de flores, con un adorno que hoy conocemos como botticelli. En el arte, en el mito, en la vida, casi nada es casualidad. Se trata de Flora, diosa de las floraciones, de la potencia vegetativa que hace renacer la tierra en primavera. Una deidad muy venerada en la antigua Roma, y en cuyo honor se celebraban las Floralia, fiestas que duraban varios días y que incluían eventos como los Ludi Florae, unos juegos a ella dedicados. También Ovidio nos habla de su arrebatada historia y nos cuenta que se trata de Cloris, una hermosa ninfa de la que se enamoró Céfiro, dios del viento, y a la que raptó y convirtió en su esposa, lo cual, como vemos, era una fea costumbre bastante arraigada entre los varones del Olimpo. El esposo le entrega como regalo nupcial el reino de las flores, de los frutos, y un jardín en el que siempre es primavera.
Y ahí la vemos, en una de las pinturas más célebres de la historia, en la que Botticelli derrama, no solo su maestría y el fruto de su búsqueda constante de la belleza, sino todo el influjo del humanismo y el neoplatonismo de la Academia Platónica Florentina, tan vinculada, como él, a la corte de los Medici. Solo esta obra y su análisis ya ocuparían varias entradas. Mi intención, aludiéndola, en solo presentar, aunque la mayoría la conocen, a esa hermosa mujer, adornada con un botticelli, que en su día fue ideal de belleza y que si hoy no lo es, es porque, por suerte, la sociedad contemporánea está intentando alejar ese concepto tan arcaico y poco inclusivo. Ahí está, como en el nacimiento de Venus, alcanzada por su azulado raptor, exhalando las flores que simbolizan su regalo de bodas, y finalmente convertida en primavera.
Cada una de estas historias, quizá no nos revele nada nuevo, pero, como decía al inicio, creo que recordar estos mitos, estas alegorías y estas metáforas, es, al menos, oportuno. No solo para aliviar unos minutos de cuarentena, sino incluso para reflexionar sobre ella. Para preguntarnos por qué la primavera no acaba de llegar. Qué le debemos a la tierra. Cuánto tiempo lleva llorando sin que la escuchemos. Por qué florece y respira mejor cuando no estamos.
Y es que la primavera sí ha llegado. Flora ha estallado, Proserpina ha regresado y Ceres ha mostrado su regocijo. Pero aún no hemos podido contemplar el espectáculo y contagiarnos (si, he dicho contagiarnos) de ese estallido y de ese gozo. Lo aplazaremos también, como tantas otras cosas que son menos importantes y que hemos dejado para después de un incierto y eterno presente. Pero aprovechemos este invierno que no se ha ido, para mirar hacia dentro e intentar que cuando volvamos, el mundo que dejamos, y que ya no será el mismo, sea, como el jardín de Flora, un lugar en el que siempre es primavera. El amor y la belleza, una vez más, pueden hoy llevarnos a ese lugar. Incluso desde este invierno soleado, en el que cada día se nos congelan un poco más la sangre y el corazón. Hasta el próximo bálsamo.