Un paseo imaginario por la Roma inesperada. Santa Maria in Trivio. Bálsamo para la cuarentena.
Hace menos de un mes que, una vez más, fui feliz en Italia. Cuando veo brillar los ojos de los que viajan conmigo al descubrir la gran belleza a golpe de latido, soy directa e inmensamente feliz. Por razones obvias, y por otras que desconozco, parte de mi corazón late en italiano, y hace menos de un mes que se rompió de pena al sentir como Italia lloraba. Aún estaba sacando el saco de café que compré en la Tazza d’Oro, junto al Panteón, cuando sus lágrimas me supieron amargas, como su café. Ahora, gracias a lo que nos están enseñando y advirtiendo, en nuestro país, que hoy también llora, los que podemos, nos hemos quedado en casa. Por responsabilidad. Por solidaridad. Y porque queremos volver a salir cuando de nuevo brille el sol para todos.
Strada quiere volver a pasear con vosotros por las calles de Valencia, descubrir las iglesias, desentrañar los museos, y, como no, practicar el noble y saludable arte del callejeo italiano. Y es por eso que he aplazado todos los paseos programados. Por cuidarme. Por cuidaros. Porque nos necesitamos. Porque cuando salgamos de esta, saldremos de nuevo a empaparnos con más ganas de belleza, a respirar y paladear nuestra historia. Y porque también Italia, cuando salga de esto, nos va a necesitar. Todas las ciudades que ahora no podemos visitar, nos recibirán más bellas que nunca. Con el brillo que otorgan las batallas vencidas. Y nosotros partiremos con el mismo brillo, y con ilusiones renovadas. Y si no hay dinero para viajar, pues hasta que lo haya ... pasearemos. Pero yo no quiero que me dejéis, y, desde luego, no quiero dejaros. Quiero acompañaros, per strada, en este itinerario, que va a ser largo y complejo, y que el amor y la belleza pueden hacer más llevadero. Quiero contaros otras historias, llevaros por otros caminos, y sentir con ello que lo que llevo toda la vida haciendo sirve para regalar un poco de felicidad, de entretenimiento, de compañía y de ilusión, en estos tiempos convulsos e inciertos.
PER STRADA, resurge hoy con una historia que no es ni más ni menos importante que otra, pero es el último recuerdo que guardo de una Italia llena de luz. De un viaje lleno de momentos imborrables, de emociones compartidas, y con viajeros curiosos y sensibles que hicieron muy fácil mi trabajo. Por eso lo que hoy os invito a descubrir y a compartir, es la recóndita belleza que me regaló un rincón de Roma, la Via dei Crociferi y la iglesia de Santa Maria in Trivio. Un tesoro eclipsado por la gran Fontana di Trevi, cuyas aguas rumorean dentro de sus bancos y entre sus altares.
Llegué a ella buscando a Antonio Gherardi, un artista barroco de los que me erizan la piel. De los que hacen las cosas para que la emoción y la ficción te pongan delante la verdad de lo que es el arte. Lo descubrí sobrecogida en la quinta capilla a la izquierda de Santa Maria in Trastevere. A veces una piensa que ya no puede emocionarse más en un lugar, y hay lugares, y hay ciudades, que siempre te tienen una sorpresa reservada. Mi sorpresa del Trastevere, la Cappella Avila, es un espacio transformado en una auténtica ilusión óptica y una sinfonía de luz en 1686 por Gherardi, al que Pietro Paolo Avila, descendiente de noble famila de origen español, encarga en 1678 esta explosiva metamorfosis. Las columnas y paredes convergen en un pequeño espacio que se hace grande a nuestros ojos ilusoriamente. Una cúpula, con un segundo cupulín sostenido por cuatro ángeles, fracciona la luz natural y genera efectos mágicos acentuados por la oscuridad que predomina en el resto del espacio. Otro éxtasis barroco, de los muchos que Roma ofrece, otra huella de Borromini a través de la originalidad y creatividad de Gherardi, en pleno corazón del Trastevere.
Y aprovechando que en este último viaje nos alojábamos en el curioso Hotel de Petris, a un paso de la Fontana, los últimos minutos en Roma, antes de partir hacia el aeropuerto, fueron para buscar a Gherardi en Santa Maria in Trivio. Al dejar atrás la Fontana, a la que por cierto estaban poniendo a punto los operarios, una siente que todo baja de escala. Como cuando en la lista de reproducción aleatoria, después de los Rolling suena un adagio. Y allí, en Via dei Crociferi, entre pilastras, cornisas, ventanas y nichos, flanqueada por dos falsas ventanas y adosada a un edificio, me esperaba la entrada a la inesperada iglesia. La fachada manierista es obra del discípulo de Miguel Ángel, Jacopo del Duca, a quien Gregorio XIII encarga la restauración cuando decide confiarla a los Crociferi, congregación instituida por San Camilo de Lellis para asistir a los enfermos. Se cuenta que ya en el siglo VI en este lugar, el general Belisario hizo erigir una pequeña iglesia y un hospicio para pobres y enfermos. Cuanto menos, curioso.
Y traspasada la puerta, comienza el espectáculo barroco, y ese pequeño espacio, que intuíamos austero por su historia y por su fachada, se convierte en un teatro en el que convergen todas las artes. Sonaba un hermoso órgano del XVIII, de madera tallada y dorada y decorado con motivos vegetales, y las luces confluían sobre el presbiterio, que albergaba en el altar, dentro de un marco surmontado por rayos dorados, una sencilla madonna quattrocentesca. Me contuve de hacer fotos para que a mis sentidos no se les escapara ni uno de los estímulos que aquel lugar, recién descubierto, me estaba regalando. Y por el inmenso respeto que me contagió una anciana que desafió su artrosis para arrodillarse y besar la mano del santo que yacía casi a ras del suelo bajo su resplandeciente escultura en bronce. Quise conocer a aquel santo que tanta devoción despertaba en aquella mujer que por poco se recuesta junto a él, y descubrí que se trataba de San Gaspare Buffalo, fundador en 1815 de la Congregazione dei Missionari del Preziosissimo Sangue. Miré hacia otro lado para respetar tan íntimo momento, y mis ojos se encontraron con una preciosa croce dipinta del siglo XIV, una cruz pintada de escuela veneciana que luce bajo un arco en su capilla entre dos pilastras adornadas con grutescos.
Y alcé la vista, y entonces descubrí lo que convierte a esta iglesia en una de las joyas de Roma y en una explosión barroca de tranpantojos e ilusiones ópticas. La impactante bóveda diseñada y ejecutada por Antonio Gherardi. Con las pinturas, enmarcadas en originales estucos dorados, el artista crea un complejo juego de efectos de perspectiva espacial, repartiendo entre los espacios que delinea el oro, rotundas figuras y elegantes posturas que nos narran episodios de la vida de la Virgen con la ligera pincelada y los fuertes colores que Gherardi tomó de la pintura veneciana. Y con el decorativismo y los efectos ilusionistas que aprendió en la Roma de Bernini y Borromini. Las tres grandes telas centrales representan la Anunciación, la Circuncisión y la Presentación al Templo, y tres frescos a la derecha y tres a la izquierda continúan el juego óptico con otras escenas y figuras relacionadas con la vida de la Virgen. El espectáculo finaliza en dirección hacia el altar con una potente gloria de ángeles que representa ante el espectador el Triunfo de la Cruz. El telón no se cierra esta vez. Y la función del Barroco, que tan hábilmente nos sirve Gherardi, sigue hoy a puerta cerrada en Santa Maria in Trivio.
Me fui de allí con el corazón encogido. Pensando en la cantidad de cosas que nos perdemos en la vida por tener el foco puesto en otras. Comprobando una vez más que, por fortuna, Roma y la belleza son inabarcables. Y a veces mi corazón se encoge de nuevo pensando en aquella mañana en la que me despedí de una dama espléndida para volver a mi espléndida ciudad. Volveremos a pasearte, Italia. Volveremos a descubrirte, Valencia. Pero para que eso pase, y pase lo antes posible, ahora tenemos que viajar con la imaginación. Y eso es lo único que pretendo con estos imaginarios periplos. Acompañaros en este viaje hacia tiempos mejores con el bálsamo de la belleza y la energía del amor. Hasta pronto … y buon viaggio. Ci vediamo per strada.